II

 

            Ese lunes llegó tarde a su trabajo y tuvo que tolerar al viejo Etchevecio con el humor de perros que lo caracterizaba. Había conseguido ese laburo en la librería gracias a Ángelo, que lo recomendó. Le agradaba su rebusque. Qué sé yo, le gustaban los libros, ese olor a papel que lo narcotizaba en una tranquilidad abismal.

            Era una de esas viejas librerías de Corrientes totalmente anacrónicas, una especie de cambalache en donde regodean clásicos, pintores, astrólogos, historiadores y revistas amarillistas, de decoración y de soldados. Reductos de cultura que han sido invadidos por los transeúntes de la vida moderna que leen a Caras y a Roberto Arlt. Un ambiente húmedo y espeso que fue llevado a la luz blanca del tubo, que a propósito da su melodía de chicharra, en ese constante mediodía artificial.

            Su horario de trabajo era simple: a las nueve entraba y cerraba a las veinte. Comía lo que podía en un quiosquito de Lavalle, generalmente pasadas las tres, porque, claro, hay que adecuarse a las costumbres laborales de los clientes amarrados a los horarios de oficina. Palabra que le resultaba burocráticamente kafkaiana, aunque técnicamente modernista. Pero ya se había acostumbrado, aunque comía demasiado poco últimamente. Es más, frecuentemente no salía y continuaba leyendo nuevos y usados volúmenes.

            Seguramente era su pasión, por eso había estudiado letras; aunque la economía no la manejaba y se cagaba de hambre. Siempre sin un mango. Luchando como todos claro, pero con la diferencia de no tener esperanzas, si es que hay diferencia al fin. Era un tipo anacrónico, que seguía utilizando palabras como burgués y capital. Es verdad que el pensamiento marxista lo había inundado, pero por ocasión. Sin embargo descreía en la capacidad del hambre de compartir y en su solidaridad, como aquel hombre que describió Rousseau. No obstante, era imposible enmarcarlo en un calificativo. No creía en demasiado. Esos tipos que juzgan a la sociedad, cuando se les hace imposible vivir sin ella; ya que se necesita un objeto a juzgar para elaborar una crítica. No existe uno sin el otro. No hay asesino sin víctima ni padre sin hijo; y aunque nos esforzamos en separar las cosas no nos damos cuenta que es todo parte nuestra. Así como un gran cerebro que trabaja sin pedirnos permiso, donde suceden cosas que no sabemos y ni siquiera quisiéramos conocer. Partes oscuras que necesitamos y al mismo tiempo repudiamos, cancelando una verdad ominosa y omnisciente. 

            Así era, entonces, Alejandro. Un quijote que todavía no había encontrado con quien luchar. Aunque no era hidalgo, no tenía dinero. Pero eso sí, era muy capaz. Por esas cosas de esta puta vida donde a un bobalicón de poco seso que no puede limpiarse la nariz sin dejar salir su estupidez le es heredada una empresa y un pobre diablo, llamémoslo Sr. González o González a secas, ya que Señor es una formalidad que no se merecería, vive durante treinta años acomodando los fastidiosos papeles de siempre sin quejarse nunca, aun cuando conoce más que cualquiera la firma, tiene que cagarse de hambre viviendo siempre al día. Bueno a Alejandro le había tocado el papel de boludo. Pero ojo que él se sentía a gusto aunque le hubiese gustado ser un boludo con guita.

            En fin, en ese instante tenía que sacudir los ejemplares del fondo. Cuando terminó de empolvarse como un legionario, se dirigió a remplazar al vasco Etchevecio que había salido a hacer un trámite. El local no estaba muy lleno qué se yo, lo de siempre: esos que son lectores más que clientes. En ese momento apareció… ¿quién? Pero si ya saben de quién estoy hablando. ¡Mierda, es que no hay historias sin mujeres!; y esto parecía una novela de Sábato.

-Te dije que nos volveríamos a ver-le dijo Silvina, como confirmando una profecía.

-¿Qué pasa, no creías que hablaba en serio? –continuó ella.

-No. Sólo que me pareció un dicho de ocasión. -respondió Alejandro, atónito de esta situación.

-Yo no hablo si no estoy segura.

-Qué suerte que tenés las ideas tan claras. No te hacía tan segura de vos misma. –aclaró Alejandro, sabiendo que no era cierto.

            Ella sabía bien lo qué quería, cuando y dónde a pesar de su escasa edad.

-Trabajo aquí cerca. Recién salgo y pasaba a ver si encontraba algo para leer.

-Es una casualidad. Habiendo tantas librerías…

-Las casualidades no existen. Sólo el destino.

-Pero vos no sabías que yo estaba acá.

-Claro que no. Sólo me trajo.

-¿Quién? –preguntó Alejandro intrigado.

-El destino, tonto. Quién iba a ser. A mí no me maneja nadie.

            Avergonzado Alejandro se retiró de la conversación y acomodó un par de volúmenes que ya había limpiado.

-¿A qué hora salís? –continuó Silvina.

-¿Qué? –respondió sorprendido.

-Lo que escuchaste. –muy segura y sin repetir.

-A las ocho cierro.

-Bueno te espero en la esquina de Pasteur y Viamonte.

            Sin esperar respuesta se retiró, dejándolo solo como de costumbre en su mundo triste y amargo que ya había encontrado algo de acción. Alejandro se quedó resignado como quien ve a los de arriba decretar otro impuesto sin poder nada hacer (sin palabras).

            La tarde prosiguió tranquila hasta que llegó la hora de cerrar. El viejo Etchevecio ya se había ido; a esta altura le había delegado la mayoría de las responsabilidades a él. Claro que el sueldo no ascendió como sus responsabilidades, dejando de lado que una jornada laboral de once horas no era lo que había dispuesto la Internacional ya tiempo atrás. “Éste es el mercado libre”, le decía Ángelo.

            Corrientes como siempre no dormía y menos a esa temprana hora. Estaban las putas de siempre, los borrachos de nunca jamás y la mierda de todas las noches. Tomó por Pasteur y al llegar a Tucumán se puso a pensar lo que había sucedido. Todo era muy extraño. Una sucesión de hechos arrancados de una noche de hashish que no recordaba. Personajes fantásticos que no había soñado nunca. ¿Quién era esa mujer? ¿Por qué la había conocido? ¿Sería el destino? Claro que no, él no creía en esa cagada del destino. Todo era confuso. Por un momento pensó en no asistir a esa loca reunión. No obstante, la intriga lo agobiaba. ¿Quién era? ¿Quién era?

            A las 20:15 no había nadie en la esquina de Viamonte y Pasteur. Es decir no estaba ella; el resto era como entes que viajaban hacia sus hogares o los que no tenían, hacia las cálidas bocas del subte. Luego de aguardar unos diez minutos en los cuales degustó un cigarrillo, ella apareció.

-Disculpá la demora, tuve otras cosas que hacer –fue su introducción.

-¿Quién sos? –tajante interrumpió Alejandro intentando responder sus interrogantes.

-¿Importa? Ya te dije que aún luego de compartir mucho tiempo con una persona, seguís sin conocerla.

-Vamos a tu casa –prosiguió ella.

            Al llegar, Silvina comenzó a desnudarse dejando entrever una virginidad retórica. Sus tiernos pechos y su voluptuosa cadera se dejaron observar en una tenue luz de neón que anunciaba: “Hotel La Lucila”. Así lo embarcó a Alejandro que todavía no había atinado a desabotonarse la camisa.

            Sus labios eran dulces sin duda, y la tersura de su piel lo hacía soñar en lo precoz y atroz de la belleza femenina, que ya lo había atraído desde siempre, pero que antes disfrutaba en una Playboy volcándolo al onanismo.

            Ella lo montó y moviéndose sigilosamente oscilaba sobre sus caderas. Se besaron lamieron y olieron en un espacio extranjero.

            Al terminar, él encendió un cigarrillo y callado ardió en el tabaco culminante. Sorprendiéndolo, Silvina se vistió, lo besó y partió sin palabras mediante. Él no atinó a preguntarle el nombre porque claro qué importaba; por lo menos así ella lo había querido.

            Apagó la luz y se durmió. Mañana debería trabajar.

 

    

©Copyright 1999. Camilo Augusto.

 

Comentarios a camilo_augusto@hotmail.com

Próximamente saldrá el próximo capítulo.

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